
¿Por qué no hacemos nada ante las agresiones?
Mike MunayCompartir
El efecto espectador: la ciencia de mirar y no hacer nada
Imagina que corres en la oscuridad, con la garganta rota de tanto gritar, y cada palabra tuya se estrella contra paredes que solo devuelven silencio. Hay luces en las ventanas, pasos contenidos tras las puertas, ojos que miran y se apartan. Estás rodeado de gente, pero estás solo. No hay manos que se extiendan, no hay voces que respondan. La multitud es una muralla, y lo único que devuelve es indiferencia.
Ese es el escenario más cruel: no el ataque en sí, sino la sensación de que tu comunidad, tu gente, esa misma que debería sostenerte. te da la espalda. Es un abandono disfrazado de neutralidad, un pacto tácito de no intervenir. No hay villanos caricaturescos ni verdugos evidentes; hay vecinos, transeúntes, compañeros de trabajo. Seres humanos que deciden, de forma colectiva e inconsciente, que la mejor acción es no hacer nada.
Esto no es un ejercicio de imaginación macabra. Ocurrió miles de veces en la historia, por desgracia, pero el caso más famoso sucedió en Nueva York, en 1964.
Kitty Genovese, de 28 años, fue apuñalada en plena calle, y durante más de media hora gritó pidiendo ayuda. Varias decenas de vecinos escucharon sus súplicas. Algunos encendieron las luces de sus apartamentos, otros observaron desde las sombras. La mayoría no hizo nada. Cuando la policía por fin llegó, Kitty yacía moribunda. Murió rodeada de gente que no le atacó, pero que fue cómplice por inacción. Testigos culpables.
El asesinato de Genovese se convirtió en símbolo de una injusticia comunitaria que desgarra más que la herida física: la traición del grupo, el fracaso del instinto humano de cuidado. Y con él nació el concepto que aún hoy incomoda a la psicología social: el efecto espectador.
Ese suceso se convirtió en un caso de estudio. Psicólogos como John Darley y Bibb Latané lo tomaron como punto de partida para una serie de experimentos que revelarían algo perturbador: la presencia de más testigos no aumenta la ayuda. La reduce.
La paradoja de la multitud
El fenómeno se llama efecto espectador (bystander effect). Es la demostración de que la responsabilidad, cuando se comparte, se diluye hasta desaparecer. Lo instintivo sería pensar lo contrario: cuantos más testigos hay, mayor probabilidad de que alguien actúe. La lógica matemática sugeriría que en un grupo de cincuenta personas, al menos una debería reaccionar. Y, sin embargo, la psicología muestra lo inverso.
Si estoy solo y alguien cae al suelo, mi reacción es inmediata: sé que depende de mí. Pero si estoy en un vagón abarrotado y alguien se desploma, aparece una lógica perversa: “habrá otro más capacitado, alguien ya estará llamando, no seré yo quien se equivoque”. La multitud multiplica los ojos, pero divide la responsabilidad. Cada individuo se convence de que otro lo hará, y esa convicción compartida se convierte en parálisis colectiva.
Darley y Latané lo comprobaron en 1968.
En su experimento más célebre, hicieron creer a varios estudiantes que un compañero sufría un ataque epiléptico. Cuando un individuo pensaba ser el único testigo, el 85% acudía a ayudar. Pero si creía que había más personas escuchando, la proporción caía en picado.
Ese es el núcleo de la paradoja: cuantos más somos, menos hacemos. Y lo más inquietante es que el mecanismo no necesita crueldad activa, solo la comodidad del silencio.
El mecanismo se vuelve aún más perverso con tres engranajes psicológicos:
- Difusión de la responsabilidad: cuantos más somos, menos siento que me toca a mí.
- Ignorancia pluralista: miro alrededor y, como nadie reacciona, concluyo que no debe de ser tan grave.
- Miedo a la evaluación social: el temor a equivocarme, a exagerar o a hacer el ridículo pesa más que el dolor ajeno.
Esa combinación convierte la fuerza del grupo en debilidad moral. Lo terrible es que no exige maldad, solo pasividad. Basta con mirar alrededor, ver que los demás no hacen nada y hundirse en la misma inacción. La crueldad no está en el acto de un agresor, sino en el vacío colectivo que permite que continúe.
Estudios científicos sobre el efecto espectador
La psicología social se lanzó a diseccionarlo con bisturí científico tras el asesinato de Kitty Genovese, y lo que encontró fue tan consistente como incómodo.
El experimento del ataque epiléptico (1968)
John Darley y Bibb Latané diseñaron un estudio que se ha convertido en un clásico de manual. Convocaron a estudiantes universitarios bajo el pretexto de debatir sobre problemas personales a través de un intercomunicador. Durante el ensayo, uno de los supuestos participantes (un actor contratado para ello), comenzó a simular un ataque epiléptico, balbuceando y pidiendo ayuda desesperadamente.
Los resultados fueron demoledores:
- Cuando un sujeto creía ser el único testigo, el 85% acudió a socorrerlo de inmediato.
- Si pensaban que había otras dos personas escuchando, la cifra cayó al 62%.
- En grupos de cinco testigos, apenas el 31% reaccionó.
La urgencia de la situación era idéntica. Lo único que variaba era el tamaño del grupo.
El humo en la sala (1968)
En otro experimento, Darley y Latané colocaron a estudiantes en una sala para completar un cuestionario. Al cabo de unos minutos, humo comenzó a filtrarse por debajo de una puerta. La escena parecía salida de un mal presagio: un incendio inminente. Cuando los estudiantes estaban solos, el 75% abandonó rápidamente la sala para alertar a alguien. Pero cuando se encontraban acompañados de otros que fingían indiferencia, la reacción se desplomaba: apenas el 10% hizo algo. La mayoría siguió escribiendo, rodeada de humo, atrapada en la validación del grupo que aparentaba calma.
El efecto es una realidad
La evidencia no se limita al laboratorio. Un metaanálisis publicado en American Psychologist en 2011 por Fischer y colaboradores revisó más de 50 años de estudios y miles de casos. Su conclusión fue clara: el efecto espectador existe, aunque con matices. En situaciones ambiguas, el número de testigos reduce la intervención. Pero cuando la amenaza es clara y directa, la presencia de más personas puede en algunos casos favorecer la ayuda, siempre que alguien rompa primero la inercia del silencio.
El reflejo de una sociedad enferma
El efecto espectador ya no es un concepto encerrado en manuales de psicología: es una radiografía de nuestro presente.
Basta mirar alrededor. Hoy, en plena era digital, la indiferencia se ha sofisticado: no solo dejamos de actuar, sino que convertimos la tragedia en espectáculo. Un hombre se desploma en la calle, y en lugar de manos que lo socorran, lo rodean móviles que lo graban. Una agresión ocurre en el metro, y los testigos prefieren capturarla en vídeo antes que detenerla. La cámara se ha convertido en excusa: el registro sustituye a la intervención, como si inmortalizar el horror fuese equivalente a evitarlo. Como si sirviera para justificar que se está haciendo algo y así evitar la culpa.
El mismo silencio se cuela en las casas. Vecinos que escuchan golpes y gritos tras las paredes, pero suben el volumen del televisor para acallarlos. Amistades que sospechan de un maltrato, pero prefieren no “meterse donde no les llaman”. En oficinas y empresas, la escena se repite con otro disfraz: un trabajador humillado en público, acosado por un jefe, y el resto mirando al suelo, murmurando en privado pero sin atreverse a cortar la violencia.
La agresión se sostiene por el coro pasivo de quienes deciden callar.
Y a escala global, la crueldad se multiplica. Guerras retransmitidas en directo, millones de personas desplazadas, civiles masacrados… y, sin embargo, lo cotidiano sigue igual. Nos indignamos con un clic, compartimos banderas en redes sociales, pero los conflictos se prolongan durante años. El mundo entero observa, discute, comenta… y mientras tanto, los cuerpos se acumulan.
La paradoja de la multitud hoy se llama humanidad hiperconectada. Nunca hubo tantas formas de ver, registrar, comentar, denunciar. Y, sin embargo, nunca fuimos tan eficientes en no intervenir. El silencio ya no es ausencia: es ruido de notificaciones, likes y reproducciones que maquillan la inacción.
El efecto espectador no es un monstruo externo, sino una estadística que nos incluye. No exige maldad, solo comodidad. No pide armas, solo indiferencia. Basta con mirar, comentar, grabar. La próxima vez que veas a alguien pedir ayuda, pregúntate si serás uno más en la masa que observa, graba y pasa de largo. La ciencia social ya predijo tu respuesta.
Y ese es el golpe más duro: que el enemigo no es la violencia ajena, sino nuestra propia pasividad colectiva.
Referencias bibliográficas
- Darley, J. M., & Latané, B. (1968). Bystander intervention in emergencies: Diffusion of responsibility. Journal of Personality and Social Psychology, 8(4), 377–383. https://doi.org/10.1037/h0025589
- Latané, B., & Darley, J. M. (1970). The unresponsive bystander: Why doesn’t he help? New York: Appleton-Century-Crofts.
- Latané, B., & Rodin, J. (1969). A lady in distress: Inhibiting effects of friends and strangers on bystander intervention. Journal of Experimental Social Psychology, 5(2), 189–202. https://doi.org/10.1016/0022-1031(69)90046-8
- Fischer, P., Krueger, J. I., Greitemeyer, T., Vogrincic, C., Kastenmüller, A., Frey, D., ... & Kainbacher, M. (2011). The bystander-effect: A meta-analytic review on bystander intervention in dangerous and non-dangerous emergencies. Psychological Bulletin, 137(4), 517–537. https://doi.org/10.1037/a0023304
- Levine, M., & Crowther, S. (2008). The responsive bystander: How social group membership and group size can encourage as well as inhibit bystander intervention. Journal of Personality and Social Psychology, 95(6), 1429–1439. https://doi.org/10.1037/a0012634
2 comentarios
Muy claro ! .Me parece increíble como hoy en día normalizamos situaciones que no lo son .
Increíble cómo se relaciona un suceso psicólogo que lleva estudiándose años con la situación actual y lo perjudicial de las redes sociales, recomendado para concienciar a las personas!